Teguise dedicó una nueva jornada histórica a un hombre puro y excepcional que trepaba montañas y escalaba peñascos para atender a sus pacientes
La Casa Museo del Timple acogió una nueva velada histórica en conmemoración de los 600 años que cumplirá la Villa de Teguise en 2018. En esta ocasión, la profesora de la ULPGC, María Luz Fika Hernando, acercó a los asistentes la figura del médico, profesor, músico y humanista, Alfonso Spínola Vega (1845-1905), fruto de sus indagaciones sobre la vida notable del Doctor Spínola, que destacó por su carácter filántropo, convirtiendo su propia casa en un sanatorio gratuito y llegando incluso a trepar montañas y escalar peñascos cortados a pico sobre el mar, sin miedo al abismo, ya que muchas veces atendió a los recogedores de orchilla que quedaban colgados de las partes más salientes de las rocas o caían heridos al mar o a los barrancos.
El Ayuntamiento de Teguise continúa celebrando las Jornadas de Historia donde se rememoran los 600 años de la fundación de esta Villa de San Miguel Arcángel de Teguise, a través de un ciclo de conferencias en las que se desgranan las biografías de personalidades importantes en el devenir histórico de Lanzarote. Con ellos nos podemos acercar a nuestra evolución económica, social, política o cultural desde el siglo XV hasta la actualidad.
La entrada a las conferencias es gratuita. Más información en el siguiente enlace: http://extension.uned.es/actividad/10364&codigo=T6ADH o en el Archivo Municipal de Teguise.
Una vida ejemplar: de Teguise a Uruguay
Alfonso Espínola Vega nació en la Villa de Teguise el 22 de diciembre de 1845. Era hijo del organista, escribano y profesor don Melquiades Espínola y doña María Vega, naturales y vecinos de la Villa de Teguise.
Realizó sus estudios de bachillerato en el colegio San Agustín de Las Palmas de Gran Canaria, siendo compañero de Benito Pérez Galdós. A los cuatro años de su finalización se trasladó a Cádiz para seguir los estudios de Medicina. Saberes adquiridos bajo el mecenazgo de D. Alfonso Gourié. Obtuvo el título de médico el 15 de julio de 1869. Finalizada la carrera regresó a la Villa de Teguise, abriendo su consulta en la casa en la que había nacido y vivido durante sus primeros años.
En Teguise comenzó a forjar sus ilusiones, despertándose en él un gran amor por las artes, herencia de sus ascendientes y familiares. Aprendió a tocar el violín, el piano, la guitarra y la flauta con gran facilidad ya que tenía conocimientos de Teoría de la Música, permitiéndole, todo ello, componer canciones y bailables. Fue director y actor de diversas obras en el teatro de la Villa, situado en el antiguo Hospital del Espíritu Santo.
Otra de sus distracciones, siempre que sus ocupaciones se lo permitían, consistía en acudir, por las tardes, a charlar con sus vecinos en el banco de piedra, de la denominada “cilla”.
En las reuniones que se celebraban después de la misa para disfrutar de agradables conciertos y amenas charlas, conoció a su prima Rosalía Espínola Aldana, mujer que destacaba por su simpatía y don de gentes. Al cumplir los 26 y 18 años respectivamente, contrajeron matrimonio en la Parroquia Mayor de Santa María de Guadalupe.
Estuvo ejerciendo la profesión en su villa natal ocho años, durante los cuales atendió con el mayor celo e interés a cuantas personas requirieron sus servicios médicos, sin mirar las distancias ni la hora en que se presentaban, recurriendo al dromedario como vehículo de transporte cuando los caminos eran largos.
Alfonso Espínola era hombre fuerte, ágil, de cabellera espesa y bigote caído, de gran desarrollo muscular y amante apasionado de la lucha. Tenía por costumbre madrugar y comenzar sus visitas antes de salir el sol y si hacía frío y el enfermo vivía a gran distancia, corría sin parar hasta entrar en calor. Trepaba por las montañas y escalaba peñascos cortados a pico sobre el mar, sin miedo al abismo, ya que muchas veces atendió a los recogedores de orchilla que quedaban colgados de las partes más salientes de las rocas o caían heridos al mar o a los barrancos.
Durante los ocho años de su estancia en la Villa de Teguise fue su médico Titular, prodigando a manos llenas la caridad, dejando monedas debajo de las almohadas de los enfermos o regalándoles animales para su sustento.
Condiscípulo de D. Fernando de León y Castillo, aspirante a diputado en Cortes, Alfonso le niega su apoyo y ante las consecuencias de este hecho, en 1878, con 32 años, llega Alfonso Espínola a la República Oriental del Uruguay. Montevideo le ofrecía un brillante porvenir por las noticias que de su competencia dieron los compañeros que le precedieron, pero su alma más sensible al juicio de su propia conciencia que al rumor de externas alabanzas, le condujo a un escenario más humilde, más necesitado de su ciencia que de su fama, dejando asombrados a sus colegas y amigos cuando les dijo: “En Montevideo no hago falta, pues hay muchos médicos. Me voy a Las Piedras que no tiene ninguno”.
De su vida médica, en su nueva residencia, que duró cuatro años, hay que destacar la magnífica campaña asistencial que realizó durante la epidemia de viruela que asoló a Las Piedras porque sus habitantes temían y rechazaban la vacuna. Atendió a gran cantidad de enfermos, hasta el extremo de que, en el período de más intenso trabajo, pasó 15 días con sus noches, sin tiempo para acostarse, junto a una higuera, equidistante de los principales focos de la epidemia para que todos los enfermos y familiares lo pudiesen encontrar rápidamente, quedando constancia de este hecho histórico el cuadro pintado por doña Ángela B. de Hernández que se conserva en el Museo Histórico Nacional.
Llegando a sus oídos la noticia de que dos médicos jóvenes no se decidían a establecerse en Las Piedras ante el temor de que les faltara clientela, decidió trasladarse a San José de Mayo, a pesar de la presión de los vecinos quienes le ofrecieron 200 pesos mensuales y libertad absoluta para cobrar honorarios. Pero, una vez más, Alfonso prefirió vivir la oscuridad de una vida precaria.
Le fue fácil darse a conocer entre sus convecinos ya que su fama médica, labrada en la ciudad de Las Piedras, había traspasado sus linderos. Pasados dos años, azotó a la ciudad una epidemia de viruela tan terrible como la que se había padecido antes en Las Piedras. Sobra decir que desplegó en ella el mismo sacrificio y generoso desinterés, hasta el punto de que, estando de visita en la ciudad para enterarse de sus necesidades, el Presidente de la República, General don Máximo Santos, convocó a una reunión a los seis médicos y a algunos vecinos que se había constituido en Comisión de Beneficiencia, felicitando a Alfonso y ofreciéndole el cargo de Médico Mayor del Ejército, cargo que no aceptó por entender que hacía más falta en San José de Mayo. Por esta campaña fue condecorado con la Orden Humanitaria de París y, más tarde, por el Gobierno de Italia, con la Orden de los Caballeros Salvadores de los Alpes Marítimos.
Todo el pueblo tenía conocimiento de la pobreza de su hogar y se admiraba del poco interés que ponía en el cobro de sus honorarios, hasta el punto que una comisión de vecinos preocupados por su manera de ser le ofreció una póliza de seguros de vida, para que a su muerte quedara a salvo la situación económica de la familia. Alfonso denegó la oferta alegando que más falta hacía su importe a los enfermos menesterosos.
En 1886 el mismo Presidente de la República antes referido, conocedor de los méritos del Dr. Espínola, le nombró médico del lazareto de la Isla de Flores, ubicado en una plataforma volada sobre las aguas del río. Atendiendo a las razones de la alta Magistratura de la Nación aceptó el cargo, único que cobró en su vida, por espacio de dos años. Durante ellos realizó una labor profundamente sanitaria que le tuvo alejado del ejercicio diario, porque su honradez le declaraba incompatible con cualquiera otra actividad distinta de su deber.
Desde su llegada a San José de Mayo fue nombrado médico honorario del hospital, dándose el caso, muchas veces, de que no teniendo el suficiente espacio para atender a los enfermos, les abría las puertas de su casa, con notorio peligro para su familia, llegando a acoger hasta nueve pacientes, a los cuales prestaba, en unión de su esposa e hijos, la correspondiente asistencia médica, medicinas y alimentos, amén de las sábanas que tuvo lavar doña Rosalía, para que aquellos las tuvieran siempre limpias.
La casa se convirtió en un sanatorio gratuito, hasta el punto de que, si estando todas las camas ocupadas llamaba a sus puertas un enfermo, le habilitaba un colchón en el suelo o le cedía su propio lecho. Su habitación quedaba abierta e iluminada toda la noche, para que los que requerían sus auxilios llamaran directamente a su dormitorio, a fin de evitar pérdida de tiempo que pudieran resultar fatales.
En 1889 fundó, secundado, por el Dr. Jaime Garau, el Laboratorio Microbiológico Antirrábico que denominó Dr. Ferrán, en homenaje al sabio médico español que le proporcionó el virus necesario para iniciar los experimentos. Deseoso de extender sus conocimientos al campo de la investigación decidió establecer este primer y único centro en la República, donde adquirió tal importancia que en una visita del entonces ministro de Francia Mr. Burcier Saint Chafray, éste no dudó en poner a Alfonso en comunicación directa con Pasteur, lo que dio lugar a una intensa correspondencia científica que fue interrumpida cuando se vio obligado, por falta de recursos, a cerrar el laboratorio.
Le gustaba enseñar y robando tiempo a su profesión ejerció de profesor en el Centro de Instrucción de 2ª Enseñanza de San José de Mayo. Dictó cursos de Historia Natural, Idiomas, Astronomía, Matemáticas, Literatura, Historia, Filosofía y aún Medicina en su casa.
Con estas guías que le hacían caminar hacia la máxima eficacia social, fue minándose poco a poco su existencia hasta que una enfermedad del corazón le postró en la cama. Y aún en ella, no pudo permanecer silencioso a las voces de angustia que a su bondad y competencia acudían. Una noche, ya enfermo, desoyendo los consejos de su esposa e hijos abandonó su lecho para atender a una persona que no encontraba asistencia médica. Sin fuerzas, hinchado por el edema y obedeciendo a su conciencia, marchó a pie a cumplir con su deber. Cuando regresó de su visita, ya agotado, no pudo subir el umbral del zaguán, falleciendo pocas horas después. Eran las tres de la mañana del 20 de julio de 1905. Aún no había cumplido los 60 años. Así terminó su vida, pero no murió su fama, que sigue trascendiendo, a pesar de los años transcurridos.
Médico y filántropo fue un intelectual sin dobleces, un canario comprometido con sus dos patrias, y un símbolo de dos pueblos. Creía con Montesquieu, que el fundamento de la república no puede ser sino la virtud para subsistir. Por esto quería a todos virtuosos. “No quiero privilegios de extranjeros sino responsabilidades de ciudadano, por esto tomo la nacionalidad uruguaya”. En Uruguay aún permanece vivo el recuerdo de este médico. La vida humana, ese tránsito fugaz, va dejando en el devenir de los siglos, ejemplos maravillosos de conjunción de mentes, de actitudes, de sentimiento, prolongación en esferas distintas de un común apostolado. Verdad que se nos hace presente, al indagar en la vida notable del Dr. Alfonso Espínola y en la de doña Rosalía Espínola de Espínola la abnegada mujer que fue su esposa.
Hay una leyenda en América del Sur, que hemos tomado de Borges, en la que se cuenta la subida por una empinada y difícil escalera a la alta Torre de Chitor, donde hay en estado de letargo un ser muy extraño, que sólo se despierta cuando el que sube a la torre es un ser evolucionado espiritualmente. Dicen que, desde lo alto de la torre se ven todas las maravillas del mundo y que aquel ser se transforma al pasar los espíritus selectos y que entonces su piel se hace suave como la piel del durazno, símbolo sin duda de los sentimientos más tiernos de los humanos. Seguro que Espínola alcanzó lo más alto de la Torre Chitor y aquel extraño ser se despertó de su sueño y se transformó, admirado y asombrado ante un hombre tan puro y excepcional.